Version in
English:
Not long ago, during one of my Literature classes in
college, I could not help but feel some atonement because of the arrogant simplicity
with which the slides happened to "condense" the sign of the times
we were studying —the zeitgeist, as the professor daringly called it. That´s
all?, I wonder, that’s how no more no less than ten, twenty years, each
one with extraordinary, private things happening at every day, hour, and
second, wind up, all reduced into a handful of images?
The Spanish thinker Miguel de Unamuno coined the term intrahistoria
to name that unchanging existence of humble folks, invariably living to their
traditions, totally isolated from the reality, the newspapers and the History
handbooks. And yet there certainly is a layer aside and separated from the
official facts —History—, that is not what disquieted me; I am not much
interested in that sociologist bias but, instead, on those frail trunks adrift,
tossed and casted away by the stream of the “official”. Had those times been
people, I am sure anyone would have blurted out, “What became of…?”. Indeed, seeing
in those slides whole years —different and manifold lives— painfully cracked
into bits, I could not help thinking that History, after all, is not but a huge
elegy. “Sixties, optimism and utopia; Seventies, anger and despondency”, I
recall the headings in lively tones. Have you asked their protagonists? Do that
people remember those times that way? Are their recollections imbued with the
same patina of those of professors, historians, and the Encyclopedia from these
days, Internet?
And, as I thought of elegy, I also thought of that
people and of their particular seize-the-days silenced and embedded in
public turmoil: how many bucolic scenes would be happening by a pleasant lake
as an angry driver, after having rummaged in his pockets and uncreased, with
great loathing and disgust, a handful of bills, put on the petrol station counter
notably more bills than the previous 1972, when the oil price was still
acceptable? And how many tiny Cains were smashing their brothers´ heads as in
the background hippies marched down the streets with their naively idyllic
banners Peace and Love For All? Thus,
pasts and Past become intertwined in a tangle where the latter devours the
former; that is what happens when time is measured and gauged from the slant of
the collective and that is how, rather than a history of the individuals
(which, to be honest, would be quite tiresome in its exhaustiveness), we are shown
a hollow parade. We frame eras through specific elements —the Fifties and the
quiff or the bobs, the unruly Sixties and droopy clothes, the Cold War and the
suffocating Berlin Wall, closely tantamount to idols and niche figures that,
for centuries, ruled the consciences of the common people. Think about Jesus,
Jesus on the cross. However much of God´s son he may be, however much special
being he may be, his was an individual life —his and no one else´s—, and,
whether he lived just as New Testament tells it or not, he finished up by being
crowned, elevated to the status of icon —perhaps the biggest one that has ever
existed. The same happened to Elvis, the Beatles, JFK, Martin Luther, Nixon,
Sex Pistols or Margaret Thatcher, to name a few. Violent, isn´t it? The power
of an image over one person´s life. Take the Marches for Freedom in USA, or the
Winter of Discontent in England, for example. Beyond their effects —some
unquestionably positive—, it is somewhat discomforting that those massive
events have prevailed over other rebellions, other wars, more intimate, more
discreet: the pastoral by the lake was not such: the woman refused to breast
more tots as a damn wolf; the angered driver end up contracting AIDS, which he
finally got to overcame.
Assuming this is inevitable, that a handful of images
and a few mottos here and there are what ultimately endures, I wonder which snapshots
will devour the sign of our time. Do not know about you, but as far as I am concerned,
I would feel hugely bothered if the pantomimes of a bunch of silly clowns in
front of a video camera or the introduction of a narcissist megalomaniac´s new
toy in pseudo-trustful and edulcorate manners with the alarming prospect of it
depriving us of our most precious treasure, life in the material world, were to
constitute the portrait of our present. Meanwhile, I will try to look after the
glow of my cheeks —you know, just in case I get caught by chance for the
tyrannic album of History.
Versión
en español:
No
hace mucho, durante una de mis clases de Literatura en la universidad, no pude evitar
cierto aturdimiento por la arrogante simplicidad con que las diapositivas
pasaban a «condensar» el signo de los tiempos que estábamos estudiando —el zeitgeist,
como atrevidamente lo llamó el profesor—. «¿Eso es todo?», me pregunto, «¿así
es como quedan nada más y nada menos que diez, veinte años, cada uno con sus
cosas extraordinarias y privadas sucediendo a cada día, hora y segundo, todo
reducido a un puñado de imágenes?».
El
pensador español Miguel de Unamuno acuñó el término intrahistoria para
nombrar esa existencia inmutable de las gentes humildes, siempre viviendo con
sus tradiciones, totalmente aisladas de la realidad, de los periódicos y de los
manuales de Historia. Y, aunque desde luego hay una capa apartada y separada de
los hechos oficiales —la Historia—, no es tanto ese sesgo sociológico lo que me
inquietó como esos frágiles troncos a la deriva, arrojados por la corriente de
lo "oficial". Si aquellos tiempos hubieran sido personas, estoy seguro
de que cualquiera en la clase habría soltado: «¿Qué fue de...?». De hecho, al
ver en esas diapositivas años enteros — múltiples y diferentes vidas—
dolorosamente resquebrajados en trozos, no pude evitar pensar que la Historia,
al fin y al cabo, no es sino una enorme elegía. «Años sesenta, optimismo y
utopía; años setenta, rabia y abatimiento", recuerdo los epígrafes en
tonos vivos. ¿Ha preguntado a sus protagonistas? ¿Recuerdan así aquellos
tiempos? ¿Están sus recuerdos impregnados de la misma pátina que los de los académicos,
los historiadores y la Enciclopedia de estos días, Internet?
Y,
mientras pensaba en la elegía, pensaba también en aquellas gentes y en sus
particulares Carpe diem acallados y incrustados en la agitación pública:
¿cuántas escenas bucólicas se sucedían junto a un lago mientras un conductor
enfadado, después de haber rebuscado en sus bolsillos y haber desenterrado, con
gran repugnancia y asco, un puñado de billetes, ponía sobre el mostrador de la
gasolinera muchos más billetes que en el anterior 1972, cuando el precio del
petróleo era todavía aceptable? ¿Y cuántos pequeños Caínes aplastaban las
cabezas de sus hermanos mientras en el fondo hippies marchaban por las calles
con sus pancartas ingenuamente idílicas de PAZ Y AMOR PARA TODOS? Así, pasados
y Pasado se imbrican en una maraña en la que los segundos devoran a los
primeros; eso es lo que pasa cuando el tiempo se mide y calibra desde el sesgo
de la colectividad y así es como, en lugar de una historia de los individuos
(que, para ser sinceros, sería bastante cansina en su exhaustividad), se nos
enseña un desfile hueco. Enmarcamos épocas a través de elementos concretos —los
cincuenta y el tupé o los bobs, los revoltosos sesenta y la ropa caída,
la Guerra Fría y el asfixiante Muro de Berlín—, cercanamente equivalentes a
ídolos y figuras de hornacina que, durante siglos, gobernaron las conciencias
de la gente corriente. Pensemos en Jesús, en Jesús en la cruz. Por muy hijo de
Dios que sea, por muy ser especial que sea, la suya fue una vida individual -la
suya y la de nadie más-, y, haya vivido tal y como cuenta el Nuevo Testamento o
no, acabó siendo coronado, encumbrado como un icono —quizá el más grande que
haya existido—. Lo mismo ocurrió con Elvis, los Beatles, JFK, Martin Luther,
Nixon, Sex Pistols o Margaret Thatcher, por mencionar algunos. Violento,
¿verdad? El poder de una imagen al «servicio» de todos sobre la vida de una
persona. Otro ejemplo, las Marchas por la Libertad en Estados Unidos, o el
Invierno del Descontento en Inglaterra. Más allá de sus efectos —algunos incuestionablemente
positivos—, resulta un tanto incómodo que esos acontecimientos masivos hayan
acabado por superponerse a otras rebeliones, a otras guerras, más íntimas, más
discretas: la pastoral junto al lago no fue tal, la mujer se negó a amamantar
más crías como una condenada loba; el conductor enfurecido acabó contrayendo el
sida, que finalmente consiguió superar.
Asumiendo
que esto es inevitable, que un puñado de imágenes y unos lemas por aquí y por allá
son lo que finalmente perdura, me pregunto qué instantáneas devorarán el signo
de nuestro tiempo. No sé ustedes, pero en lo que a mí respecta, me sentiría
enormemente molesto si las pantomimas de una panda de estúpidos payasos delante
de una cámara de vídeo o la presentación del nuevo juguete de un megalómano
narcisista de modales pseudoconfiables y edulcorados con la alarmante posibilidad
de que nos prive de nuestro más preciado tesoro, la vida en el mundo material,
constituyeran el retrato de nuestro presente. Mientras tanto, procuraré prestar
más atención al brillo de mis mejillas —ya saben, por si de rebote me pillan para
el tiránico álbum de la Historia—.
Sociego,
Salamanca,
13 de febrero de 2022
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