VERSION IN ENGLISH:
It is getting hard to put on someone else´s shoes. These
are bad times for creators since the Mighty Empire of Decency has decreed what
one is allowed to talk and what one is not.
Individual existence is pretty limited. That is why we
have always resorted to other means to get out of the suffocating cubicle of
our daily lives. It happens, though, that one gets tired of continually being
oneself. Then arises the wish to escape, to liberation, for which there is
nothing better than artistic creation, a realm with no bounds or prohibitions
of any kind.… so far, because this prospect of detaching oneself, even
temporarily, from one's rigid ethical casing is now seriously threatened by
what is called appropriation. Let´s be precise: one thing is what is strictly
termed as appropriation, that is, the triflery, the frivolization, along with
misunderstanding, of a certain element from an alien culture —a pseudo Indian
chief at a bachelor party; a pijocani, a spoiled child of a well-to-do
family so ashamed of his exclusivity that he undertakes a quest to sensitize
himself to the effects of surplus value by dressing and speaking in a manner
not particularly well regarded at any of his starched-collar family soirees. the
other brings us to the intruder who has invaded a corral that, surprise, was
not supposed to be fenced in. Such is what happened to the American Jeanine
Cummins, author of American Dirt, execrated for having dared to tell the
odyssey of a Mexican mother and her daughter trying to cross the border. But
how? What does this morbid white woman know about the ordeal of the poor
Mexican immigrants? Let's be clear about one thing: American Dirt is a novel, a
fiction. Her words, therefore, should not be taken as a real testimony of a
real sufferer, but as an attempt to show and recreate that experience by
someone who, in her full right and whatever her intentions were when she
decided to write that book, has invented it. Would anyone forbid a neurosurgeon
to rummage in another head than her own?
Fortunately, we count on a fairly strong legitimizer,
a dispensation by which the guarantor of peace, the sentient being who perches
on our conscience, puts on his muzzle for a while and disconnects us from the
burden of our impeccable morals. The two best examples are fiction and humor:
the masquerade, the play under the multiple and diverse characters that the
writer devises does not pretend to warn us against the corruption of minors,
nor against blasphemy, nor against the depreciation of the mestizo stile, nor
against other depravities of the style, which are due to be tackled in the
court of reality. No one would have to go to jail if in the mouths of his
characters or in his monologues it occurs to him to curse the offspring of
blacks or the hysterias of women or the homosexual anomaly. The potential evil
of a story must remain within the story itself.
As it stands, I admit to feeling a bit confused: if
pain is exclusionary —in both senses of the term—, if those who have
traditionally been deprived of a voice must be given one, is this veto not
somewhat incongruous? Is it not a glaring contradiction that the overflowingly
empathetic, those sensitized to the oppressed or the silenced minorities are
now calling for prohibition, a practice shamefully close to exclusion? And it
seems that their will is that only those who, because of their origins or
belonging to a certain group, face traumas consubstantial to their nature,
should be authorized. And what about the rest? Are the rest guilty only for
having been born in other environments and under other circumstances? There is,
indeed, something inquisitorial, dogmatically suffocating, in this privilege of
suffering. In ancient times, a peasant was well aware that he could not aspire
to reach a place next to the throne of his lord, let alone a distinguished
military career, unlike the count or the duke of such, so he looked to the
furrows and hoped for compensation for so much suffering in the hereafter. From
time to time, I say, and in spite of the social codes of the time, that lord
would have an access of solidarity and would lend a hand to his servant. Now,
that merciful lord would not even be allowed a handout. There will even come a
point when the pain will be kept like gold in cloth.
But I will not play the fool; given my easy life, my
fortunate cradle and my privileged origins, I am determined to become a
relentless xenophobe, a misogynist and, of course, a homophobe. As for people's
opinions, I won't give a damn. And if I am ever asked about my insensitivity
and lack of mercy, I will reply, "I'm sorry, but I am alien to
empathy."
Se
está volviendo difícil eso de meterse en la piel de los demás. Corren malos
tiempos para los creadores desde que el Poderoso Imperio de la Decencia ha
decretado sobre qué se está legitimado para hablar y sobre qué no.
La
existencia individual es bastante limitada. Por eso, siempre hemos recurrido a
otros medios para salir del asfixiante cubículo de nuestra vida cotidiana.
Sucede, sin embargo, que uno se cansa de ser continuamente uno mismo. Surge
entonces el deseo de evasión, de liberación, para las cuales nada mejor que la
creación artística, un dominio sin ataduras ni límites de ningún tipo... hasta
ahora, porque esa posibilidad de desprenderse, aunque sea temporalmente, de la
rígida carcasa ética de cada uno se encuentra ahora seriamente amenazada por lo
que se da en llamar apropiación. Seamos precisos: una cosa es lo que se
denomina estrictamente apropiación, es decir, la frivolización, junto a la
incomprensión, de un determinado elemento de una cultura ajena —un pseudo jefe
indio en una despedida de soltero; un pijocani, niño consentido de familia bien
tan avergonzado de su exclusividad que emprende una búsqueda para sensibilizarse
con los efectos de la plusvalía vistiendo y hablando de una manera no especialmente
bien vista en cualquiera de sus veladas familiares de cuello almidonado—; la otra
nos lleva al intruso que ha invadido un corral al que, sorpresa, no se le
presuponían cercas. Tal es lo que le ocurrió a la estadounidense Jeanine
Cummins, autora de American Dirt, execrada por haberse atrevido a
contar la odisea de una madre mexicana y su hija intentando pasar la frontera.
¿Pero cómo? ¿qué sabrá esta morbosa blanca sobre el calvario de los pobres inmigrantes
mexicanos? Quede clara una cosa: American Dirt es una novela, una
ficción. Sus palabras, por tanto, no deben tomarse como un testimonio real de
una auténtica sufridora, sino como un intento de mostrar y recrear esa
experiencia por parte de alguien que, en su pleno derecho y fueran cuales fueran
sus intenciones al decidir escribir ese libro, se la ha inventado. ¿Prohibiría
alguien a un neurocirujano hurgar en otra cabeza que no fuera la suya propia?
Afortunadamente,
contamos con un legitimador bastante fuerte, una dispensa por la cual el
garante de la paz, el ser sensible que se posa en nuestra conciencia, se pone
durante un rato el bozal y nos desconecta de la carga de nuestra impecable
moral. Los dos mejores ejemplos son la ficción y el humor: la mascarada, la
obra de teatro bajo los múltiples y diversos personajes que el escritor idea no
pretende prevenirnos contra la corrupción de menores ni contra la blasfemia ni
contra la depreciación de la estipe mestiza ni contra otras depravaciones del
estilo, atajadas en el tribunal de la realidad. Nadie tendría por qué ir a la
cárcel si en boca de sus personajes o en sus monólogos se le ocurre maldecir la
descendencia de los negros o las histerias de las mujeres o la anomalía
homosexual. La maldad potencial de una historia debe permanecer dentro de la
propia historia.
En
vista de la situación, admito que me siento un poco confuso: si el dolor es
excluyente —en ambos sentidos del término—, si hay que dar voz a quienes tradicionalmente
se les ha privado de ella, ¿no resulta este veto un tanto incongruente? ¿No es
una contradicción flagrante que los desbordantemente empáticos, los
sensibilizados con los oprimidos o las minorías silenciadas reclamen ahora la
prohibición, una práctica vergonzosamente cercana a la exclusión? Y es que parece
que su voluntad es la de que solo se autorice a quien, por sus orígenes o por
su pertenencia a un determinado grupo, se enfrente a traumas consustanciales a
su naturaleza. ¿Y qué pasa con el resto? ¿Son culpables ese resto sólo por
haber nacido en otros ambientes y bajo otras circunstancias? Hay, en efecto,
algo de inquisitorial, de dogmáticamente asfixiante, en este privilegio del
sufrimiento. En la antigüedad, un campesino era muy consciente de que no podía
aspirar a alcanzar un lugar junto al trono de su señor —no digamos ya a una
carrera militar distinguida, a diferencia del conde o del duque de tal—, así
que miraba hacia los surcos y esperaba la compensación a tanto padecimiento en
el más allá. De vez en cuando, digo yo, y a pesar de los códigos sociales de la
época, a ese señor le entraría un acceso de solidaridad y echaría una mano a su
siervo. Ahora, a ese misericordioso señor no se le permitiría ni una limosna.
Llegará incluso un punto en que el dolor se guarde como oro en paño.
Pero
no haré el tonto; dada mi vida fácil, mi afortunada cuna y mis orígenes
privilegiados, estoy decidido a convertirme en un xenófobo implacable, un
misógino y, por supuesto, un homófobo. En cuanto a las opiniones de la gente,
no me importarán un pimiento. Y si alguna vez me preguntan por mi
insensibilidad y falta de misericordia, responderé: "Lo siento, pero soy
ajeno a la empatía".
Sociego,
Salamanca,
6 de marzo de 2022
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