BENDITA MUNDANERÍA

 

La película La grande bellezza, de Paolo Sorrentino, además de entretenida, le deja a uno con una seria pregunta: cuánta belleza hay en un par de tetas. ¿Para qué escribir cuando lo más sensato parece el silencio y el recuerdo?

LGB nos presenta a una antigua promesa de la literatura italiana, el escritor Jep Gambardella, ahora entrado en los sesenta. Sibarita, bon-vivant, orgullosamente autoproclamado «rey de los mundanos», lúcidamente consciente de que la vida tiene sus propias reglas —a diferencia de su poética, a diferencia del arte—, Jep blande su franqueza a la hora de mostrar tanto sus intenciones como sus vulnerabilidades: si le apetece echar una canilla al aire, se la echa para después ahorrarse el fastidio de valorar el ojo fotográfico de su amante; si le apetece ser sincero —por ofensivo que pueda llegar a resultar— con el círculo de pedantes y esnobs del que se rodea, lo es. Alguna ventaja ha de tener tanto rumiar sobre lo humano y lo divino, ¿no?

Es, en efecto, con esa sinceridad tan directa con la que dispara a bocajarro a todo el ruido que lo rodea y lo aísla. Ante el aplomo impostado y la confianza en sí mismo de una de sus despampanantes compañeras de cóctel, Jep admite su propia decadencia y el marchitamiento de la vejez. ¿De qué sirve, rosa, hacer brotar pétalos de la hojarasca del otoño? Es con esa sinceridad con que Jep desbarata diestramente el pseudointelectualismo de sus compañeros, dejando al descubierto las múltiples capas de estiércol en las que, en el fondo, todos sepultan las insulseces de sus vidas. Puede que dejara la pluma, pero el ingenio lo siguió afilando y conservando en su lengua. Y es que Jep ya hace tiempo que renunció a escribir: ha encontrado un lugar dentro de la terrenalidad.  Así se lo hará saber a la hija de un viejo amigo, la sinuosa y atractivamente chabacana bailarina con la que acabará teniendo un romance, a la que pregunta por qué, de entre todas las oportunidades de salir del club de su padre, optó por quedarse, a lo que ella, de manera convincente, le responde que ese es el mundo al que pertenece.

     Vulgaridad, vulgaridad, vulgaridad... hasta en el seno de la Santa Madre Iglesia parece haber lugar para ella. En una fiesta, Jep se encuentra con un dicharachero cardenal que parece no haber salido aún de un bucle de Últimas Cenas, un jeta mucho más brillante con sus recetas de Michelin que con sus disertaciones sobre lo divino. Pero no todos son como el cardenal. Poco después, en una fiesta celebrada en su propio local, Jep conoce a sor Maria, centenaria asceta y devota de su novela. Bueno, al fin un poco de coherencia, Sin embargo, para Jep, a diferencia de sor Maria, no hay salvación ni gratificación algunas en pelarse las rodillas durante el ascenso por la Scala Santa de Roma—no digamos ya en la frugalidad, que jamás se ha contado bajo las prescripciones de su médico y que sor Maria acata gustosamente circunscribiéndose a cuatro hierbajos diarios—.

Entonces, ¿dónde está la salvación para Jep? Si bien LGB no es una obra manifiestamente asertiva, su final parece sugerir que solo hay resignación y quizás alivio en el recuerdo. Como Proust, uno de sus principales referentes, Jep finalmente se recrea en la imagen hipnótica de su primera novia: un par de tetas que le muestran el camino de subida a un faro (y permítanme el destripe, palabra, por cierto, descaradamente fea, ¿no creen?). Desde luego, por la compañía y el lugar, no parece un ascenso tan duro, ¿no?  Y es que, si para sor Maria eran los escalones de la Scala Santa, para Jep, es ese par de tetas lo que tal vez justifique un poco todo esto.

Como tal vez justifique la salida de los espectadores del cine. Francamente, preferiría haber visto la película por mi cuenta. Al salir de la sala el entorno bullía: las mesas abarrotadas, grupos de personas voceaban a través de sus móviles, se formaba el pelotón en la cola para otra sesión… el parloteo: bla, bla, bla —las palomitas crujen en los empastes—, bla, bla, bla —los bisbiseos motivados por las ocasionales morbosidades de la película—, bla, bla, bla —las enciclopédicas observaciones de después («pues sí, es un Fellini más luminoso»)—, bla, bla, bla —el apabullante silencio de mi escritorio, la belleza del estilo… Bendita mundanería, supongo.

 

 Sociego,

Salamanca, 3 de abril de 2022


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