TEMPORADA DE INFIERNO

¿A qué tanta mitificación con el verano? ¿Es que nadie se da cuenta de que es una productiva fuente de tortura psicológica? En cierto modo, el verano es ese niño cabroncete con cara de angelito de tu etapa escolar que se dedicaba a ir repartiendo putaditas entre tus compañeros y tú, y que, a pesar de vuestras perseverantes denuncias, jamás recibió su castigo.

¿Qué decir de sus ofensivos comienzos con esos juegos del hambre del vitalismo? Fiestas con agua de por medio, fuegos artificiales, ferias y atracciones, festivales de música en la playa.  Tanta exuberancia, tanto desenfreno me recuerdan a esas competiciones de tartas de las películas americanas donde el único límite es la resistencia de las paredes gástricas de cada uno de los concursantes. Lo peor es que si uno no participa, parece o un carca o un muerto en vida. Por mi parte, no me afecta en absoluto. A fin de cuentas, cada uno lidia con su momento vital de acuerdo con sus intereses y con su temperamento.

Algo que sí complica la cosa: el atracón de películas, libros y sobre todo de series, una indiscreta obligación derivada del temor de muchos a quedarse descolgados de una conversación. Cuánto trabajo. Llega un punto en que, precisamente por ese festín de videoclub y de esa necesidad de seguir la ola de las novedades, el ocio indiscriminado acaba igualándose a cualquier molesta tarea laboral. Entonces, la pila de cintas y libros del salón cobra tintes de burocrática pesadilla, irguiéndose alrededor de uno como los torreones de papeles que lo han ido esclavizando durante el año.

     ¿Y qué me dicen de la insultante exhibición en playas y piscinas? Exuberantes cuerpos, tonificados, bronceados, fibrosos, recubiertos de pieles limpias de cualquier impureza que hacen a más de uno sentirse adefesio. Un despliegue frente al cual uno baja la vista al ombligo para encontrarlo repulsivo y, en el peor de los casos, inmerecidamente anudado. Doloroso.

     No obstante, lo más revelador del asunto es la carga del ocio indiscriminado y del ajetreo social, a los que sigue el vaciamiento. El final del verano es un niño que acaba de hinchar su globo y todo lo que puede hacer es jugar un rato hasta que, aburrido, termina por pincharlo. En cierto modo, recuerda también al trasnochador que, después del desenfreno, se retira cabizbajo a su madriguera. El pobre se ha pasado la noche posponiendo la dolorosa resaca, precisamente porque conoce la sensación de vacío de después. «¿Y ahora qué?», se pregunta. Llegará, digo yo, un punto de rebasamiento, en que, tras haber chapoteado en todas las aguas, tras haber agotado las reservas de todas las barras, tras haber regado todas las alcantarillas de los pueblos en fiestas, las fuerzas no den para más. En estos tiempos, la analogía habla por sí sola: hace demasiado calor. Uno se despoja de casi todo —algo queda, simplemente por cuestión de pudor y decencia— y, sin embargo, sigue sufriéndolo, una capa de brea enrollada en torno a todo el cuerpo. La desesperación sugiere arrancarse la piel y dejarla colgada por ahí, pero no la cordura. Está claro, la plenitud agobia.

Pero más pronto que tarde nos encontraremos empantanados en otro fregado, del que enseguida querremos salir. Así somos, ambiguos: deseando matar las largas temporadas de imposiciones para terminar abandonando el almendro, cansados de tanta dormidera. Disfrutemos, pues, del viaje —estamos a mediados de junio y ni siquiera ha llegado el primer meneo—; para cuando nos bajemos del vagón, tan mareados como siempre, ya estaremos pagando sin saberlo un billete para la casa del terror.

 

Sociego,

 Burgos, 19 de junio de 2022

 

 

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