DOCTORES EN GAMUSINOS

A pesar del infernal calor de estos días, se siente uno bien después de más de un mes condenado a hacer algo inútil dirigido a un público inexistente para no demostrar nada. ¿Saben de algo más sacrificado aún que cualquier dieta veraniega? ¿saben de algo más tiránico que este sol de justicia que nos pone la espalda como una loncha de beicon? Yo sí: el trabajo final de grado que ha postergado el inicio de mis vacaciones hasta fechas recientes.

Más allá de ese tormento por el que no preveía pasar, lo que más me ha sorprendido es lo bien considerada que está la labor de buscar gamusinos. Hasta donde sé, las quimeras están desprestigiadas. Cuando un iluso anunciaba su partida al oeste para arramplar con unas pepitas de oro, o cuando aún hoy alguien fía su fortuna al inestable mundo de las apuestas, se encuentra con una condescendiente sonrisa y unas palmaditas en la espalda en gesto de conmiseración. ¡Solo un cándido derrocharía tanta energía y tiempo! Y, sin embargo, una vuelta por salones de actos, auditorios, aulas y departamentos universitarios revela a auténticos profesionales consagrados a la causa perdida de los gamusinos. ¿Cómo es posible?

Vaya por delante que la investigación siempre me ha parecido necesaria en ciencia: una cura para una enfermedad, una bacteria sintetizadora de valiosas proteínas, una herramienta facilitadora de alguna tarea, o sea, resultados tangibles. En las humanidades, ámbito que conozco mejor, mucho me temo que no puede afirmarse lo mismo. En ese mundo, o se crea o se parasita. Lo primero es cosa de artistas, lo segundo, de críticos y academicistas. Sin entrar en el debate acerca de la utilidad práctica de una obra de arte (si es que acaso la tiene), siempre me ha generado suspicacia la autotrascendencia de muchos artistas, todo sea dicho. Algún día, hasta lo que pertenece a la “posteridad” se desvanecerá. Aun así, la elaboración en cualquier arte siempre es tarea ardua, sobre todo porque nace de uno mismo y de nadie más. Y, aunque existen los referentes, estos solo guían al artista mostrándole el modo en que otros antes lidiaron con algunas de las dificultades que él ahora afronta. Las fuentes, en cambio, imponen. Lo que dice Fulanito va a misa y no queda otra sino seguirlo a pies juntillas para seguir tirando de la madeja que él ya empezó a desenrollar. Como ven, la diferencia es notable. Pues bien, a un lado de la frontera, tenemos a los que deciden que alguien los influya, o sea, los artistas, y al otro, a los que no les funciona bien el magín sin citar a alguien —o, lo que es lo mismo, plagio reconocido—, o sea, los buscadores de gamusinos.

  No entiendo, por tanto, toda esa respetabilidad que pretende darle la academia a su labor, ya sea un trabajo final de grado, una tesis doctoral o la mayoría de esos pedantescos artículos en revistas “científicas” de humanidades.  No entiendo por qué uno debe someterse a una estructura tan constringente y con tan poca tolerancia a la libre asociación —no digamos ya a la digresión que, bien hecha, siempre aporta—. Tampoco entiendo —y esto ya me resulta más cómico que otra cosa— todo el volquete de aparato teórico-crítico que preside los análisis academicistas de un texto literario. Por experiencia propia, les aseguro que el autor ya tiene material más que de sobra con el revoltijo de recuerdos, concepciones y bagaje de lecturas que merodean en su cabeza. Así pues, me cuesta mucho imaginarlo pendiente de plantear su invectiva anticapitalista en nombre del santo padre Marx, o la subversión de los roles de género entre sus personajes o no digamos ya ni una nueva simbología que supere, con mucho, los postulados de los Freud, Jung, Lacan y cía. En el fondo, lo que les pasa a nuestros pobres buscadores no es más que un problema de ajustes: tratan de adaptar la presa a su red cuando lo que hace el artista, ese al que están analizando, es asimilar la red a la presa que tiene entre manos (así se define el estilo de una obra). Es normal, pues ya dije qué no eran. Mientras, el artista los saluda desde la otra orilla. Otra cosa que no entiendo (ni trago) es el remate de toda esta presunta respetabilidad: un estilo pomposamente bautizado como “científico”. La lectura e interpretación de un texto o de cualquier otra producción artística consiste en un ejercicio de re-creación, un delicado equilibrio entre el desciframiento de una mente ajena y la impronta de las vivencias y de las concepciones propias con las que uno se enfrenta tanto al mundo “real” como al que el artista le propone.  ¿Cómo es que entonces en un discurso basado en la originalidad se privilegia la asepsia del lenguaje científico por encima de la expresión personal? La paradoja habla por sí sola, ¿no les parece? Por cierto, están de suerte, pues gracias a mi ira les puedo obsequiar con una muestra: “resulta cuestionable el estilo vigente impuesto a todo análisis cuyo propósito es la aportación individual a un objeto de estudio determinado. Partiendo de esta última condición, conviene plantear una propuesta formal alternativa para la literatura científica en el ámbito humanístico. Así, la proscripción de la hipotaxis, la simpleza de un registro que desecha los matices de los condicionales y los subjuntivos y la aberrante sarta de conectores que vertebran el discurso han de penalizarse en favor de una retórica mucho más libre y efectiva”. (Dicho de otro modo: “me saca de quicio que uno no tenga permitido hablar desde su propia personalidad y, en su lugar, tenga que asfixiar su parte creativa, ceñida en el uniforme de una expresión neutra y asquerosamente impersonal. Lo digo, más que nada, porque si del “investigador” se espera originalidad, esta es incompatible con la impostura de acercarse a cualquier arte desde una pretendida frialdad científica”. Olviden el paréntesis: es transgresor. Por suerte, aquí, a diferencia de en mi trabajo final, no estoy obligado a contenerme. Está claro, trabajar implica disciplinarse y, en ocasiones, censurarse. “Ne travaillez jamais”).

  Con todo, aún me cabe algo de compasión hacia nuestros amigos los buscadores de gamusinos. Bien es sabido que, en cualquier oficio, uno escoge a sus maestros. La elección requiere de tino. Por desgracia, nuestros entrañables buscadores no demuestran mucho al seguir los pasos de unos cuantos parásitos. ¡La de citas con las que rebozan sus “investigaciones”! Lo peor es que muchos de esos “egregios” a los que parafrasean han ido dando palos de ciego con sus paranoias marxistas o freudianas de turno y, así, todo intento de desentrañar un texto desde el pensamiento de su verdadero autor acaba sepultado por cantos de sirena. No contentos con ello, cierran su actuación magistral jactándose de sus logros. Y es que todavía creen descubrir o, como les gusta decir, “abrir nuevas vías”, a pesar de su deriva que, extraviada en un bucle de citas, no hace sino describir órbitas en una circunferencia sin salida. Pero si hay algo sincero en su empresa no es la convicción con la que creen ir tras la Verdad, sino la desconcertante manera en que legitiman su profesión, retribuida a pesar de su “dudosa” aportación al conocimiento. De todos modos, tampoco debería extrañarme tanto que se apruebe algo que, aunque fantasioso, está en boca de todos —academicistas y “legos”— como expresión.

  Ni que decir tiene que esta descarga, por llamarlo de alguna manera, no aspira más que a ejercer de puntual desahogo. ¿Acaso puede optar a otra cosa? A fin de cuentas, no está autorizada más que por el menda, lo cual dista mucho de algo científico y, por ello, de la seriedad y la respetabilidad de cualquier ilustre buscador de gamusinos. Qué desgracia.

 

  Sociego,

  Burgos, 18 de julio de 2022

 

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