Casi diez días
ya y aún cuesta asimilar su muerte. Como el protagonista de la novela American
Pastoral, de Philip Roth, Seymour «el Sueco» Levov, Marías, al que nunca
llegué a conocer, irradiaba un aura de invulnerabilidad, de práctica inmortalidad
—de ser él quien siempre está mientras los demás fallan o se van— y de inmunidad
contra el único golpe que pudo hasta con el Sueco, la muerte. Desde luego, esta
aparente indestructibilidad no le venía por su vigor ni por su constitución
atlética ni por su lozanía o sus bien esculpidas y viriles facciones, sino por la
templanza, el sosiego y la serenidad que transmitía. (Irónicamente, quienes poseen
los rasgos más ´estáticos´ —más próximos al estado de los muertos, por cierto—
son aquellos que más distanciados o directamente exentos me parecen de la
extinción.) Estoy seguro, o casi, de que él habría rechazado este artículo, así
como los tropecientos que han ido saliendo poco después de que se hiciera
público su fallecimiento, el pasado domingo 11. Dice ya mucho que renegara de
los homenajes póstumos, pues consideraba injusto e improcedente elogiar a
alguien que ya no pudiera recibirlos, incluso si, como probablemente él habría
hecho, los hubiera rechazado por modestia o por desmerecimiento propio (cuando
uno ha visto todo el proceso más lo desconciertan los elogios, pues mientras
los demás solo ven la cúspide de la pirámide, su constructor la concibe desde
lo primero que vio, los escombros). No sé si recibió todo el
respeto que mereció, pues con el reconocimiento nunca se puede estar seguro, si
es que acaso existe una justa medida.
Desde luego,
de elogios nunca anduvo escaso. A menudo recibió el aprecio de la crítica e
incluso se lo ha tildado de “clásico vivo”, a lo que contribuyó, sin duda, su
publicación en la colección Penguin, junto con ya otros clásicos de las letras
hispánicas como Octavio Paz o Jorge Luis Borges. Similar ejercicio de
«inmortalización» recibió al ser incorporado en vida a la serie de la Modern
Library of America Philip Roth, contemporáneo de Marías con quien solía compartir
primer puesto en las improcedentes quinielas para el Nobel de Literatura, que al
final ni el uno ni el otro se llevaron (muy injustamente para algunos). A Roth
no sé, pero tampoco parece que a Marías le quitara el sueño —tampoco es de
extrañar en alguien que consideraba la posteridad un concepto del pasado—, que solía
restar gravedad o solemnidad a todo aquello que a otro le habría hinchado el
pecho. Y es que de negar su trascendencia sabía un rato, palabra que a buen
seguro él habría rechazado, junto con tantas otras como los hipocorísticos de
quien se toma demasiadas confianzas con quien no conocía demasiado o el
falsamente solidario plural sociativo de muchos manifiestos sociales con ese
«Todos somos. [inserte aquí nombre de minoría social]», manías (o marías)
lingüísticas, en fin, que iban más allá de la mera puntillosidad y
escrupulosidad semántica o gramatical. Su mimo del español, en ocasiones caprichosamente
severo, era una prolongación de su estilo, siempre atento a lo que se expresa pero
también a lo que hay tras lo que se expresa. La selección de un término o de
una construcción sintáctica implica decantarse y delatar, pero también ocultar.
Uno de sus dardos más notables fue contra las necrológicas en segunda persona, que precisamente consideraba una exposición implícita de
narcisismo por parte de su autor, más preocupado de mostrar su pericia retórica
en el duelo que su verdadera congoja (no creo, pues, que la despedida
por escrito que le dedicó en El País Fernando Savater hubiera sido muy
de su agrado). Enemigo de la feroz competición de la palabra por ver quién se lleva
la palma a compasivo, solidario o cariñoso y renegado del pomposo desfile de la expresión contaminada por la
glucosa de la cursilería y la pedantería verbales, cada vez más abundantes en un
discurso público infectado del egocentrismo y la vanidad culpable de todas las
palabras hueras, Marías combatió el pecado al que todos los que escribimos o
hablamos estamos continuamente expuestos: el exceso del yo.
Con todo, soy
consciente de incurrir en una flagrante paradoja. Bien es cierto que toda
escritura es, por definición, personal e incluso cuando uno escribe sobre otro también
lo hace sobre sí mismo. Puesto que aspirar a un «homenaje» enteramente oblicuo
no es más que una infeliz quimera, trataré por lo menos de difuminarme lo
máximo posible, estar presente y a la vez pasar prácticamente inadvertido, como
un espectro.
A menudo, cuando uno pretende un retrato más o menos logrado de alguien se suele aludir a la esencia de ese alguien. Por mi parte, ignoro si existía una «esencia Javier Marías» —ignoro si existe acaso la “esencia» de alguien, a menos que se haya empapado de colonia—; en cualquier caso, no puedo evitar acordarme del narrador de Por la senda de Swann, el primero de la serie En busca del tiempo perdido, obra por la que comparto devoción con Marías, en que la ya desde el primer párrafo, Marcel, convaleciente en cama, describe su ardorosa necesidad de que su madre llegue hasta él para desearle las buenas noches con un beso de despedida, demasiado lejos y demasiado alejada en el salón, separada de él por la alcoba, por la puerta, por el corredor, las escaleras y los invitados en el salón; solo si ella subiera, si fuera apartando y dejando tras de sí todas esas capas, disiparía también así los febriles vapores de su duermevela. Por su discreción y el celo con que velaba por su privacidad, no era fácil acceder a Marías y ahora que ya no está aquí, ahora que es espectro (y sombra y, tal vez, adiós), menos aún. Esquivo y elusivo, y ahora eternamente en la línea de sombra.
La cosa se vuelve aún más difícil cuando uno se propone delinear un contorno que apenas acertó a atisbar, porque pasó fugaz y lejos. Ni que decir tiene que no lo conocí, pero a menudo uno tiende a especular sobre la personalidad y el carácter de aquellos que le suscitan credibilidad y admiración, interés e incluso misterio —el enigma que él veía en personajes geniales del mundo del fútbol, como Di Stéfano o Zidane, y que tanto echaba en falta en Messi, quizá genialmente insulso—. Es evidente que Javier Marías desborda las siguientes etiquetas, pero tampoco se puede esperar mucho más de una semblanza a la que no le queda más remedio que esbozar apenas un contorno (la línea nunca se cierra, la figura no se acaba de definir sobre el tapiz). Así pues, acéptenme que hable de Javier Marías y su errancia, Javier Marías pobremente encajonado en un British de importación, Javier Marías y su mundanidad, Javier Marías y su heterodoxia, Javier Marías y el «cascarrabias» que muchos creían que era —pocas son las comillas— y Javier Marías y su titubeo.
En su «poética» —dudoso término del que recelaba por la constricción que designa, como si el trabajo del escritor pudiera explicarse por entero a partir de una serie de reglas—, «Errar con brújula» , afirma que escribir novelas supone jugar con lo acontecido y, sobre todo, con lo no acontecido, especular sobre las presencias, las tangibles y las intangibles, todas fantasma, de unos individuos que están y no están, que callan y revelan, que guardan secretos, que deslizan confesiones, que albergan traiciones, que incurren en delaciones, que conservan sus lealtades y afectos, que sufren desafectos y que son, en definitiva, transparentes y opacos. A él, que escribía en sentido cronológico y avanzaba por el texto en línea recta, le gustaba concebir su labor en el sentido estricto de inventar, es decir, debatirse hasta el hallazgo hasta despejar todo lo que hay de brumoso y vago y oscuro y sombrío en nuestras vidas. En cierto modo, su planteamiento no distaba mucho de los multiversos o de las populares novelas de Elige tu propia aventura y su «fórmula» podría condensarse en una triple p: lo posible, lo probable y lo proyectable (y que me perdone por el símil con la basura). En un mundo que nos pincha, que nos exige, que nos apremia para que lo atendamos o, de lo contrario, nos arrastra con él (ya saben, el cliché de que no se puede vivir completamente de espaldas a la realidad), escribir, además, constituía para él una anomalía y es que, en efecto, alguien que se retira para construir realidades paralelas es un cuerpo extraño —y a veces una presencia incómoda—. Como a Salinger, quien al final dejó de hacerlo, le resultaba rara la decisión de publicar, de exponer los frutos de su labor, a lo que se refería citando a Emily Dickinson como una «subasta del pensamiento». (No es de extrañar, pues, que optaron por no hacerlo, como Salinger, y comprensiblemente). Raro y absurdo, si se piensa en el más que probable paradero de ese manuscrito que, una vez editado, impreso y encuadernado pasa a formar parte de los cada vez más altos montones de ejemplares que abarrotan los escaparates y estanterías de las librerías, empachadas de las «novedades literarias» —que más que una oportunidad para cada nuevo autor son máquinas de trituración rápida—, y que ahora parecen forzadas a vender sus libros con un tiránico contador que desahucia a muchos que no se han vendido lo suficiente para acabar confinándolos a un húmedo recoveco de un polvoriento almacén. Tanta acumulación parece innecesaria, incluso impertinente, cuando uno echa la vista atrás y divisa, allá y muy alto, a Homero o a Cervantes o a Shakespeare, el favorito de Marías, y descubre que ya casi se ha dicho todo y de manera insuperable. «¿Por qué seguir escribiendo entonces?» , se preguntaba a menudo. Porque también cada época necesita que le vuelvan a contar lo mismo con ligeras variaciones y en el lenguaje de nuestro tiempo y bajo el telón de fondo, un fino cordel, el tejido inconsútil, un hilo del reconocimiento, de la analogía, un hilo invisible (fantasma) que nos cose a las acciones y a los descuidos de los demás, desde Aracne a las azoteas de Manhattan, porque todo lo acontecido está aconteciendo y todo lo ocurrido recurre y no sucederá, pues jamás deja de suceder. La anterior idea, rescatada de memoria y con toda probabilidad defectuosamente de su exitosa novela Corazón tan blanco, da buena cuenta de su relación con la literatura, para quien lo más grato de la lectura —y, por extensión, de la escritura, una lectura aún no escrita y, desde luego, más sufrida para quien la idea que para quien la recibe— era seguir ese hilo fantasma que a todos nos entrelaza. En este sentido, afirmaba que las novelas que a él más le interesaban eran precisamente aquellas que partían de esa iluminación, de esa identificación con una emoción o un pensamiento que uno había experimentado o al que uno había llegado a través de sus propias vivencias. No es, pues, de extrañar que vertebrara sus novelas el mecanismo de la digresión, donde se parte de lo «esencial» y se llega a una anécdota que se prolonga hasta relevar a lo esencial y hacerse ella misma esencial; y tal vez lo esencial no integre lo literario, pues lo primero es resumible mientras que lo segundo es único porque es irreproducible (principio que expone en «Contra la costurera y el decorador», epílogo a la edición de 1999 de su primera novela, Los dominios del lobo). En ellas, la voz narrativa solo sabe según va contando. A menudo es una voz que se apoya y propulsa en los matices, de ahí los incisos y la importancia del paréntesis, de lo circunstancial, pero también es una voz a veces absorta, enroscada en bucles como un uróboros, y que progresa en círculos. La dicción es siempre precisa y en ocasiones un tanto rancia (recuerdo la cola que trajo la elección de sostén por sujetador en una de mis clases de Literatura española contemporánea sobre Corazón tan blanco) y, tal y como las definió él mismo, sus novelas eran «huidizas y abarcadoras», casi de planteamiento ensayístico, tanteando como su admirado Montaigne desde su torreón. Una práctica frecuente en su vida y, por extensión, en su oficio, era la observación, de ahí que frecuentemente se decantara por narradores poco o nada actores y más bien depositarios de información consabida o secreta. De igual modo, también les prestó su labor de traductor, que, si no textos, tratan de descifrar gestos, palabras o acciones. No es, pues, de extrañar que el personaje de ficción que más le habría gustado ser fuera Sherlock Holmes, sobre todo por su «inteligencia y perspicacia para ver». Y es que, si ya de por sí sus narradores ven bien, siempre se puede aspirar a ver mejor, pues casi todo lo que uno contempla es escurridizo, sea real o imaginario, como los propios personajes para el novelista, quien, a pesar de haberlos «engendrado», apenas posee un atisbo de toda su personalidad y quien, en consecuencia, apenas puede ofrecer unos retazos de su ser, pues también para él tienen algo de fantasmas.
Un ser que
apenas se deja ver es incompatible con el estereotipo. El caso es que, ya sea
por su estancia en Oxford o por sus inclinaciones anglófilas, Marías, al
parecer flemático, amante de la consideración y de las etiquetas —pero lejos de
la afectación y el esnobismo— sosegado y reflexivo, fue encajonado en el
arquetipo del British, que a buen seguro trascendía. Prueba de
ello es que en una ocasión proclamó ufano al hasta hace poco rey consorte y Duque
de Edimburgo, Felipe, su «héroe» etiqueta por el desparpajo, la comicidad, la
desenvoltura y la espontaneidad con que en muchas ocasiones vencía la pompa de
lo ceremonial y el tirante hieratismo de los protocolos, pues todo acto de ese
calibre es una impostura y, a menudo, el reverenciado o no comulga con el
reconocimiento, como hizo él rechazando el Premio Nacional de Narrativa en 2011,
o no encaja con aquello por lo que se ve obligado a pasar para mantener el
paripé, como el duque Felipe. A pesar de todo, ignoro si él se encontraba
cómodo o no con ese encasillamiento (probablemente no).
De lo que no
hay duda, como les decía, es de que su figura es escurridiza y entre una taza
de té y una lata de Coca-Cola, él seguramente se
habría decantado por la segunda. Y es que, como todos, Marías también tenía su
lado mundano. La flema, si es que de verdad la tenía, se le iba rápido cada vez
que jugaba el Real Madrid, del que era hincha desde pequeño —y por lo que a quienes
no compartimos su pasión merengue los triunfos madridistas nos duelen un poco
menos cuando imaginamos contento a un auténtico abanderado de un señorío que no
siempre sus jugadores no demuestran en el campo—. Su corazón, en cambio, estaba
dividido entre algunos familiares, amigos y las varias mujeres con quienes
compartió secretos y lealtades, sin que jamás el compromiso comprometiera sus vínculos (si es que acaso los affaires
du coeur pueden considerarse triviales). Bien es cierto que en los últimos
años, por mucho que asegurara que jamás habría «una señora de Marías» por temor
a dejar una viuda, finalmente se casó con la pareja con quien llevaba ya unos
años de relación. No lo hizo, sin embargo, por incoherencia o frágil
determinación, sino por una curiosa forma de disidencia, pues no estaba por la
labor de que, a su muerte, el Estado se quedara con su patrimonio. Sabiendo de
su celo por la privacidad, no creo que le hubiera hecho mucha gracia el
improcedente arrebato de prensa rosa en The Objective, acerca de su relación
con C.L.M. (me abstengo de proporcionar detalles).
Por otra
parte, Javier Marías jamás calló ni tampoco cayó, por aversión a la vanidad y al
resentimiento que de ellas emanan, en las redes sociales. Quizá porque era muy
consciente de que allí no es la carga de argumentos sino la mayor carga de
veneno y mala leche lo que cuenta, estuvo muy lejos de importarle la “impopularidad”
de sus actitudes. En un vídeo-entrevista con El País disponible en
YouTube, «¿Qué está leyendo Javier Marías?», me
llama la atención la naturalidad con que fuma, expulsando el humo por su curiosa
nariz de fosas estrechas y ligeramente estiradas hacia arriba, con la
despreocupación de quien ha neutralizado y se siente por encima (o al margen)
del tabú y de quien ha hecho de su casa una concreción de los límites entre lo
público y lo privado con licencia para el «vicio» —frontera que ya delimitó en su
artículo del 30 de julio 1987, «Contra la larga vida»—, como si fuera igualmente capaz de aparecer
desnudo, pero no le hubiera apetecido. El gesto, que podría parecer una señal
de despecho a su interlocutora, si no de altanería, enseguida queda refutado
por su habla de eses arrastradas y deje nasal, en la que los énfasis resultan poco
vehementes (la duda siempre acechante), revelando también, quizá, su vacilación
mental, y el movimiento sosegado de sus manos pequeñas, con el índice y el
corazón sujetando el último cigarrillo. Ya dije antes que uno tiende a
especular con la personalidad de aquellos que respeta y admira, aunque no
conozca personalmente. Pues bien, no solo hace eso, sino que suele complementar
esa figuración con una estampa particular. En mi caso, sus editores y los fotógrafos
me han puesto muy fácil ese remate, pues en ese vídeo «hace honor» a la imagen de
las estampas promocionales de sus libros y de sus fotografías en la prensa y en
internet: el pecho abombado por la camisa holgada, el pelo escarolado e
incipientemente ralo, la frente despejada con los laterales ligeramente
abultados por los laterales y el constante fondo de librería a su espalda.
Por suerte para mí, no todo en el fantasma es inaprehensible. Entre tanta bruma, algo permanece constante: el titubeo. De manera casi unánime, los que lo conocían, incluido él mismo, lo caracterizan como «dubitativo». Y es que Marías se nutría de su vacilación mental, de su balanceo entre una idea y otra y la postergación del dedo sobre la tecla, o de la tinta sobre el papel. Así pues, como afirmaba Nathan Zuckerman, el escritor-narrador de American Pastoral de Philip Roth, no era la ilusión del acierto, la «perversidad» que hacía a Marías avanzar en sus novelas, sino su tenacidad. Su fuerza para continuar residía en la indecisión y, si lograba avanzar, como al final siempre acababa haciendo, se lo debía más a la terquedad y al deseo de salir del atolladero que a una lucidez que, si bien poseía, a veces se resistía a manifestarse. Sin dudas no había progresos.
En cualquier
caso, probablemente la mayor injusticia que se cometió contra el espectro no ha
sido su muerte —que, aunque algo temprana en esta ocasión, siempre es segura e
impone su arbitrio— sino el que algunos, que indudablemente no lo conocían, lo
tacharan de “cascarrabias”. Cuando uno abomina del festín del desmán, del falso
emotivismo, del mal gusto y de la impostura moralista y puritana que, por
desgracia, prima ya desde hace algún tiempo, deja de ser cool, si alguna
vez lo fue, y de caerle en gracia a no poca parte del público y es entonces
cuando pasa al ojo del huracán. Dicho quede que a Marías jamás le importó. Es
más, le traía tan sin cuidado que se lamentaba, cómicamente elegante, cuando
perdía algún enemigo. De igual modo, mostró su desprecio por el «ruido y la
furia» manteniéndose completamente apartado de las redes sociales, que
consideraba nocivas y fosa de voceras y de lenguas ponzoñosas. No cabe duda de
que Marías conocía el precio de la sinceridad, que tampoco parecía importarle
demasiado —o en absoluto—. Así lo probaba en su columna, donde se aplicaba esa
célebre máxima de su querido don Quijote a su escudero: «Que ladren, Sancho, señal
de que cabalgamos». Para mí, los artículos de Marías no distaban mucho de un
monólogo standup de George Carlin, más zafio pero igual de lúcido en su rabia.
La escatología, la mala leche y la lengua vulgar de uno frente a la sutileza, la
ironía y la serenidad del otro, diferencias que, sin embargo, reconciliaba su
resignada conciencia del ciudadano que observa pasmado y no calla sumiso. Cuando
escribía y firmaba como Javier Marías, lejos del obligado distanciamiento de la
propia persona que a uno le impone la elección de un narrador, hablaba como
ciudadano, con tanto sentido común y derecho a la indignación cada vez que se sentía
violentado o agredido u ofendido —palabra tan maltratada por su abuso— por los desmanes
y negligencias de quienes gobiernan o con quienes uno comparte vivienda,
bloque, acera, barrio, ciudad, país o planeta. Su columna en El País Semanal
se llamaba «La zona fantasma», pero desde luego que la indefinición de lo
espectral no se manifestaba nunca en una argumentación tan clara que, a menudo,
constituía un lúcido reflejo de las opiniones y visiones de muchos y que, por
mucho que a veces se sienta como una voz clamando en el desierto, jamás se
abate. Al contrario, escruta, analiza y detiene el tiempo cada vez más precipitado
en que vivimos: una pausa provisional y el consuelo y el estímulo del reposo,
eso es lo que representaba para mí. Para alguien que llevaba escribiendo
novelas desde la adolescencia, lo más cómodo habría sido optar por reposar en
el mundo paralelo de sus novelas. Él, a pesar de todo, no lo hizo. En su lugar,
alternó su voz civil absorto con la voz del novelista absorto en sus páginas en
su recoveco de sombra, indagando y tratando de despejar las nebulosas, con la serena
resignación de quien es consciente de que el sentido común no abunda entre el
público y el escepticismo con los que formulaba sus opiniones, así como de
alguien que descarta las presiones y el peso de la paralizante posteridad —«Pensar
en la inmortalidad ha pasado de moda en una sociedad como la actual», afirmaba
en una entrevista—. Y es que quien se sabe poco
o nada transcendente, quien sabe que todo lo presuntamente imperecedero es, al
igual que quien lo escribe o compone o esculpe o inventa, en verdad perecedero crea
más a gusto, sin que por ello descuide el esmero con que se aplica a su
invención. (Ni siquiera Dios creó con mucha presión, aunque
en este caso los resultados no hablan muy a favor de mi postura).
Más de veinte años
después de su coronación, el rey de Redonda entrega el relevo. (Teniendo en
cuenta que no ha llegado a designar sucesor, quizá sea buen momento para aprovechar
y proclamar la república. A bote pronto, se me ocurre que, ya puestos, a ese
heredero se le podría encomendar la Guardia de la Noche para que lidiase con lo
desconocido más allá del muro, territorio cuyo carácter se acerca más al Marías
«civil».) No hace mucho, en su artículo novecientos para El País, admite
ya su cansancio y su abuso de la atención de sus lectores, a los que, sin
embargo, cualquier amago de relevo se nos antojaba totalmente indeseable —no
por su egolatría, inexistente, sino por la gran ausencia que supondría—. Dado que
él habría rechazado cualquier panegírico —no digamos ya una necrológica en
segunda persona—, la forma más honesta y, creo, oportuna de honrarlo es seguir
con esta columna, ahora con más motivación y motivo que nunca, si no para
cubrir, sí al menos para hacer este vacío algo más llevadero y algo menos
aburrido; ahora que pocos se atreven, con todas las consecuencias, a ser como
él, Javier y Marías y franco.
Burgos,
20 de septiembre
de 2022 (LXXI cumpleaños de J.M.F.)
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